De niña soñaba con recorrer Suramérica en una de esas combis coloridas que hicieron famosos los hippies. Me fascinaba la idea de atravesar medio continente, caminar horas cargando un morral, convertirme en el ícono del viajero de ‘poster’ que con su mochila repleta sonríe demostrándole al mundo que la felicidad consiste en llevar la casa en la espalda
Sólo realicé mi sueño cuando cumplí 27 años. Nunca compré la combi, tampoco viajé a Suramérica, pero si me regale una mochila amarilla y gigante, en la que cabían hasta 23 kilos y me embarqué hacia el Reino Unido para comenzar el viaje más importante de mi vida. Eramos yo y mi morral. Yo y mi vida en esa maleta.
Recuerdo que me tomó días enteros escogerla y como no tenía idea de que “empacar tiene su ciencia”, agarré todas mis camisas, pantalones, zapatos y cuanto se me ocurrió y las regué en la cama para elegir junto a mi familia y amigas qué llevar y qué dejar.
Todo era fundamental: implementos de aseo, mucha ropa interior, libros, libreta, libretica, monederas, cadenas, pulseras, aretas. Resultaba un sacrilegio renunciar a la ropa y a mis pares de zapatos preferidos. Necesitaba suficientes vestidos, blusas y sacos, la llené y la rellené, no quería dejar nada que más adelante podría necesitar, me mudaría a otra ciudad, mi nueva vida no merecía menos, y contaba sólo con 23k, muy poquito
Ahora que estoy recordando, definitivamente fueron chécheres y más chécheres que se convirtieron en toneladas cuando los tenía en mi espalda, e incluso en el aeropuerto de Heathrow, en Londres, entendí los ‘posters’ de mochileros con su gran morral nunca muestran lo que pesa, y sí que pesa demasiado.
Durante los tres años que viví en Londres, busqué y compré otros tipos de morrales y maletas: con rueditas, sin rueditas, cuadradas, de menos kilos, de ejecutivos, pero nunca me acomodé, seguí buscando sin encontrar el morral perfecto para mis viajes
Han pasado ocho años desde que me cargué esa maleta amarilla al hombro y han venido muchos países, aviones, buses, barcos, motos, experiencias y conversaciones, que me hicieron entender que
el arte de viajar liviano, es el arte del desapego, así que:
* Empaco únicamente lo que mi espalda es capaz de soportar.
* Sólo empaco lo necesario y eso de “lo necesario” lo define cada quien
* Uso lo que empaco, sino lo uso entonces me sobra
* Si no cabe, lo dejo
* Si en un viaje me enamoro de algo, lo compro y lo mando a Colombia por correo
* En el avión llevo mi morral como Equipaje de Mano, lo que me ahorra dinero, filas, tiempo. Además tenerlo siempre a mi vista me da seguridad. Al fin y al cabo ese morral es mi casa, soy como los caracoles.
* Es mejor llegar al otro país y comprarme lo que me hace falta, en ocasiones es más barato, más lindo y más novedoso. Incluso quedo “a la moda” de cada ciudad.
* Sólo en ese nuevo país, encuentro la ropa adecuada para el clima y para las actividades que haré allí
* Que todos esos chécheres, sólo son eso, chécheres. Y que es mejor coleccionar en el corazón las sonrisas, los buenos amigos, los sabores, así que si se va a llenar el moral que sea con los regalos al regreso.
Ocho años después aprendí a que mi casa pesa ocho kilos, y creo que todavía tengo uno que me sobra
Mira los dos videos donde mostramos que llevamos y cómo empacamos
Morrales REI
Bolsas organizadoras: Eagle Creek
Bolsas herméticas impermeables para los pasaportes
Edición artículo Angelica María Cuevas