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La historia de mi viaje empieza con un conteo regresivo, con un aviso molesto del calendario. Faltaban pocos meses para que cumpliera 30 años y uno de esos planes que mantenía archivado en la carpeta de “sueños difíciles o casi imposibles” empezó a sonar en mi cabeza como una canción pegajosa. Contra todos los pronósticos, miedos y prejuicios, desempolvé el plan postergado y la idea de querer viajar “algún día” se convirtió en una fecha definida.  Quería cumplir los 30 en cualquier lugar del mundo lejos de Colombia.

perfilvivianalondono-3No parecía sencillo. Trabajaba como periodista ambiental en El Espectador y había empezado a dar clases en la universidad a estudiantes de primer semestre. Renunciar a esas alturas parecía insensato; dejarlo todo y tomar un vuelo para recorrer 14.500 mil kilómetros a un lugar en el que no tenía nada, sonaba, en el mejor de los escenarios, absurdo.

Por esa misma época tuve que sonrojarme varias veces al tener que pedir la ayuda de un traductor para que me acompañara a las entrevistas cuando los personajes no hablaban español, o cuando tenía que ceder una buena historia a alguno de mis compañeros porque comunicarse en inglés era el requisito.  Ya era hora de que las búsquedas de Google me pudieran arrojar los mares de resultados que existen en inglés, y que dejara de sentirme como una sombra cuando las conversaciones eran en inglés y mi lenguaje se reducía a asentir lo que no entendía con sonrisas incómodas..

Con este panorama la idea ya no sonaba tan descabellada: la promesa de respirar otros aires, de sorprenderme con otras realidades, de probar nuevos sabores, de contar mis historias en otro idioma y de confirmar que el mapa del mundo solo se entiende cuando se pisan sus líneas, fueron suficientes para comprar un tiquete con rumbo a Melbourne, Australia  .

Desde que llegué han pasado ocho meses y 13 días, el tiempo suficiente para confirmar, una vez más, que viajar es la única apuesta en la que nunca pierdes. Quizá la primera ganancia es lograr olvidar el reloj y el calendario, la prisa y el miedo. Luego, el viaje te va dando nuevos regalos. A mí me permitió moverme en bicicleta, para ir a la escuela y al trabajo, con la misma tranquilidad que lo hacía de niña.

Desde que llegué a esta ciudad, de la que dicen que es la mejor del mundo para vivir, me he dedicado a todos los trabajos que mi inglés y mi atrevimiento me han permitido. La lista es larga y va desde los más aburridos –como limpiar el estadio cuando después de los partidos de footy, y hay que abrirse paso entre pedazos de pizza, perros calientes y cualquier cantidad de comida que los australianos desechan sin ningún remordimiento–, hasta servir helados en una gelateria italiana en la que un grupo de chef hace helados con ingredientes como tocineta o papas fritas. La misma heladería en donde la gente hace filas hasta por una hora para poder empuñar uno de los conos y de paso registrar la compra con una foto que va a parar a cualquier red social. No exagero: hace poco un chico me preguntó que si podía probar uno de los 40 sabores. Le pasé un palito cubierto de helado y por la cara que hizo vi que le gustó poco. Lo único que me dijo fue “¿este sabor es popular?” y cuando asentí, respondió sin dudar, “¡quiero un cono con dos bolas!”

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Si se están preguntando por mi inglés, la verdad es que podría haber avanzado mucho más.Lo resumo con un ejemplo: hace un mes

Estuve remplazando a una amiga en su trabajo en un puesto de gafas de sol en el Victoria Market, una suerte de plaza de mercado pero en Melbourne. Un grupo de australianos llegó a buscar unas gafas y una de las chicas me preguntó algo que no pude entender. Por vergüenza y por pereza de preguntarles, lo único que hice fue asentir. Cuando les cobré los 20 dólares que valían las gafas, la mujer se enfureció y me dijo que dos minutos atrás yo le había dicho que se las dejaba a mitad de precio. El resultado, tuve que darles el descuento y pagar el resto. Sin embargo, también he podido moverme sin problemas y mantener conversaciones en inglés sin tener que usar el traductor de google.

¿Que si ha valido la pena? Yo me lo pregunto muy a menudo y las respuestas siempre me las dan momentos pasajeros, historias mínimas que parecen insignificantes pero que para mí han sido muy valiosas. Entender que para mis amigos taiwaneses la bandeja paisa es un sacrilegio contra su cocina porque en su país los frijoles son un postre que se cocina con azúcar, o que prefieren el jugo de aguacate en lugar de comerse la fruta sola; o tratar de argumentales por qué nos bañamos en la mañana si ellos se bañan en la noche. A esto me refiero. ¡El mundo al revés!

Comprender que cuando le dices a un japonés al mejor estilo colombiano que “hablamos en estos días” o que “tenemos que hacer algo”, tu espera que la promesa se cumpla y nunca entenderá que para los colombianos es apenas una frase gastada que nos hace sentir más amables. Que encuentres mujeres orgullosas de llevar una burka que les deja libre apenas un poco del rostro y que compartan el vagón del tranvía con chicas francesas para las que un short y un top son suficientes. Que en la misma ruta viajen dos hombres vestidos de mujeres y tomados de la mano, sin miradas incómodas encima. Que sepas que estás en una de las ciudades en donde se hablan más idiomas después de las horas laborales, tiene sentido. Que tantas culturas se mezclen, se tropiecen en las calles, se miren a los ojos y caminen sin agredirse, vale la pena.

Y son esos momentos, fugaces pero poderosos, los que  me dicen todos los días que no era tan absurdo desarmarlo todo y que siempre se le pueden agregar colores nuevos a la pintura en la que cada uno ha convertido su vida. Los que han leído hasta esta parte se estará preguntado dónde están los 10 trucos para viajar a Australia, o los pasos del manual que propuse con el título.

Lamento decepcionarlos porque el manual se reduce a un paso sencillo pero decisivo: arriesgarse a vivir.

Viviana Londoño Calle

Twitter: @Vivilond

Instagram: londvivi