El 13 de agosto de 2014 emprendí este viaje a Asia, que inicialmente duraría unos cuatro meses pero terminó siendo de ocho. El propósito principal era el simple hecho de hacerlo sola, emprender una aventura, aprender de mí, enfrentar algunos miedos y hacer lo que literalmente me diera la gana. Era la primera vez que lo hacía y también la primera vez que me enfrentaba a este nuevo continente. Estaba ansiosa y feliz de comenzar mi aventura.
- El primer paso fue renunciar al trabajo, atreverme a dejar esa estabilidad y una empresa en la que estaba feliz. Fue más fácil de lo que creía, gracias al convencimiento frente a mi decisión y a ser consciente que no somos indispensables para una empresa que tiene un sistema y puede funcionar sin uno de sus integrantes. En mi caso, fui muy afortunada, mis jefes se alegraron por mí y me dijeron que ojalá regresara a trabajar con ellos.
- El segundo paso fue organizar un poco las ideas que tenía acerca del viaje y tratar de hacer itinerarios. Pasé largas noches frente al computador mirando pasajes entre unos y otros países, hoteles y buscando algo cercano a un presupuesto, hasta que me di cuenta que estaba perdiendo el tiempo. Al final no hice ningún itinerario, solo tenía algunos lugares que soñaba con visitar pero, ante todo, quería tener la libertad de moverme cómo y cuándo quisiera, según el tiempo me lo fuera indicando. Esta era una decisión un poco difícil para mí, pues me encanta hacer listas, planear e ir chequeando cosas, además pensaba que los pasajes me saldrían más caros si los compraba la víspera. Pero no, ni lo uno, ni lo otro. No hay nada como la libertad de decidir hacia donde ir cuando sea el momento correcto; asimismo, los pasajes no salen más caros, esto es un mito. Frente al presupuesto, lo mejor era guiarme por el de amigos viajeros, que en promedio me decían USD$25 diarios.
Con estas ideas en la cabeza compré mi pasaje a Tailandia. Inicialmente, mi viaje iba a comenzar en India, lo cual me llenaba de temor por todas las historias que se oyen de ese país. Pero después, decidí empezar por Bangkok, una ciudad un poco más occidentalizada, segura e ideal para hacer la transición hacia el continente asiático. Debía hacer tránsito en Madrid, donde no necesitamos ninguna visa siempre y cuando no tengamos que recoger el equipaje en el aeropuerto, lo cual ocurre cuando ambos pasajes están bajo la misma reserva. Si le hubiera hecho caso a las agencias de viajes habría sacado mi visa de tránsito y gastado plata y tiempo en el trámite.
- El tercer paso fue pedir las visas. Como colombianos, tenemos que prepararnos un poco más. La mayoría de los habitantes del mundo pueden conseguir la visa a la llegada en todos los países del Sudeste asiático. Nosotros necesitamos visa previa para Tailandia, Indonesia, India, Myanmar, Malasia y Vietnam. Esto nos obliga a ir a las embajadas para sacarlas, pero aunque no lo crean, trae algunas ventajas. Las embajadas de Tailandia, Indonesia e India en Bogotá no tienen filas, la gente es muy amable y las visas las entregan entre uno y tres días. Una vez en los países, las filas de inmigración son más cortas para quienes tienen la visa en el pasaporte y nos evitan trámites aburridores a la entrada. Saqué varias fotos de pasaporte, tres copias de cada documento requerido y listo, me fui en bicicleta por Bogotá a todas las embajadas.
El cuarto paso fue empacar la maleta. La mochila es la que me ha acompañado en los últimos siete años y si bien creo que hubiera sido mejor renovarlo por una más práctica, le tengo tanto cariño que quería que fuera a esta aventura. Salí con nueve kilos, muy poca ropa, pero igual seguía siendo más de lo que necesitaba.
Con todo esto sorteado llegó el día del viaje. Lo único que me preocupaba en ese momento era que no tenía pasaje de regreso, cosa que las aerolíneas exigen para dejarlo a uno salir del país. Afortunadamente yo me había preparado y tenía una reserva de avión hecha por una aerolínea. La llevé impresa, dentro del sobre de la agencia y con esto fue suficiente.
Entré a Tailandia, el mundo se empezó a abrir y desde ese momento me di cuenta del gran encanto de viajar sola. Todos los sentidos están más alertas, la capacidad de ubicación se afina, la memoria se activa porque tenemos que contar todo lo que nos pasa cuando hablemos con nuestra familia y amigos, la sensibilidad incrementa, todo parece más de lo que es.
De Bangkok volé a Kuta, en Indonesia, me fui a Gili Trawagan y de allí en transporte local hasta Labuan Bajo, en la isla de Flores. Después de visitar a los dragones de Komodo y a los tiburones, peces y manta rayas que habitan las aguas de este paraíso natural me fui hacia la isla de Lombok. Aquí visité la cascada más linda que he visto en mi vida y luego volé a Medan, en Sumatra. Vi a mis amigos, los orangutanes y compartí noches mágicas con los habitantes de Bukit Lawang, un pueblito al lado de un río color esmeralda. Volé de regreso a Ubud para hacer yoga y ver los campos de arroz, también para tomar mi vuelo a Bangkok
De allí volé a Chiang Mai, Tailandia, donde hice un curso de meditación vipassana y no solo aprendí cosas sumamente valiosas para la vida sino que hice nuevos amigos. Estuve unos días en Chiang Mai donde me hice masajes y medité en sus múltiples templos, además de comer en sus deliciosos restaurantes y mercados callejeros. Cogí un bus a Pai, un pueblo en medio de las montañas y sembrados de arroz, muy verde, colorido, hermoso. Mi siguiente parada fue en un monasterio en medio de un bosque, me despertaba a las 6 de la mañana para dar comida a los monjes y hacer meditación.
Regresé a Bangkok, después de pasar por Ko Samet, una isla al oriente de la capital. Tomé el vuelo a Kathmandu y entré en el país más maravilloso, me conecté con otra vida o con algo muy fuerte dentro de mi. Caminé los Annapurnas durante 15 días, acompañada por cinco nuevos amigos que hicieron de este viaje algo irrepetible. Fui a Pokhara, Begnas Lake, Bandipur y recorrí en bicicleta el valle de Kathmandú. Cerré este país con un curso de meditación Shamata, conociendo el budismo tibetano y aprendiendo de maestros que con su sabiduría me dejaban casi sin respiración; donde me despertaba el sonido de un caracol, tocado por una monja y, a lo lejos, la vista de los Himalayas.
De allí pasé a India y en Delhi me encontré con la mujer más espectacular, mi mamá. Viajamos 25 días y juntas vivimos una gran aventura, en lugares de ensueño, hoteles divinos, comida exquisita, viviendo ese país de contrastes, donde todo es más intenso. Vimos el amanecer y la cremación de los cuerpos en el sagrado río Ganges en la ciudad de Varanasi. Volamos a Kajuraho dónde vimos posiciones imposibles del Kamasutra en los templos hindúes y visitamos palacios y templos abandonados y misteriosos en Orccha.
Tomamos un tren hasta Aggra, viendo de cerca la realidad de este país en las estaciones de tren donde confluyen miles de personas, diferentes religiones, ratas, suciedad, mendigos, turistas y personas de la alta sociedad. Vimos una de las grandes maravillas del mundo, el Taj Mahal. Después de ver los pájaros en una de las reservas naturales con mayor diversidad de aves del planeta, Keoladeo Ghana, nos fuimos hacia Jaipur.
En esta ciudad rosada montamos en elefante, nos perdimos por los mercados y vimos el atardecer en el fuerte de Nahargarh. De allí nos dirigimos a Ranthambore y no nos fuimos hasta que no vimos cuatro tigres, entre esos una mamá con sus dos crías. Salimos de Ranthambore rumbo a la ciudad de Bundi, azul, pequeñita, encantadora, con gente genuina y amable que nos cautivó.
En Udaipur, la ciudad romántica de Rajastán, vimos los mejores atardeceres sobre el lago Pichola, mientras compartíamos una cerveza Kingfisher. Para hacer el recorrido más amable paramos en Jodhpur, donde fuimos a los mercados antes de salir a montar en dromedario en el desierto, en Jaisalmer. Como no habíamos tenido suficiente tiempo en la arena anduvimos unas horas hasta Bikaner para dormir en el desierto, las dos solas en una carpa de expedición luego de una elegante cena con la pareja dueña del hotel. Después de visitar el templo de las ratas, un espectáculo interesante, auténtico y que muestra la India en todo su furor, hicimos nuestra ultima parada en Mandawa para alojarnos en un Haveli, una mansión antigua, impecable, llena de frescos originales en sus paredes y con una decoración exquisita.
Luego de despedirme de mi mamá en Delhi me fui a Myanmar. En Yangón estuve en los mercados dónde vi de cerca este país auténtico, con gente genuina y costumbres casi intactas. Luego de una noche en un bus con “azafata” repartiendo pastillas para dormir, seguidas de Redbull (si, Redbull) y finalmente una almohada para hacer masajes, llegué a Mandalay. Tomé fotos en el puente de madera más largo del mundo, monté en bicicleta por las calles de esta curiosa ciudad y cogí el barco por el río Irrawady hacia Bagan. Visité y escalé tantas pagodas como pude, vi amaneceres, medité y hasta bailé reaggaeton con unos niños burmeses en los techos de los templos. Caminé de Kalaw hasta Inle lake viendo sembrados de chili, jengibre y mostaza. Recorrí el lago durante largas horas en bote, conocí la casa del lanchero, luego le di la vuelta al lago en bici para tener otra perspectiva y ver el atardecer desde el viñedo con una rica copa de vino en compañía de algunos amigos.
De Yangon volé a Phnom Penh, en Camboya, para descubrir este país de gente encantadora y sonrisas sinceras. Me quedé atrapada en Kampot, cautivada por la calidez de la gente y la hermosura del lugar. Pasé cuatro días en Rabbit Island, alejada del mundo, viendo el plancton fluorescente en el mar, comiendo cangrejo, langostinos y pescado recién sacados del océano. Luego vi el espectáculo de miles y miles de murciélagos saliendo de la cueva cerca de Battambang, hice un curso de cocina, conocí gente muy divertida y de allí cogí un barco para explorar las aguas del río que une esta ciudad con Siem Reap. Recorrí los templos de Angkor Wat en bici y en tuktuk, aprendí de fotografía con un amigo fotógrafo y vi el sol ponerse sobre el río desde un puente milenario con mis pies colgando en el aire. Como si no hubieran sido suficientes los templos de Angkor, pasé por Preah Vihear para tener la fortuna de estar sola en un templo, sin más turistas, solo monjes. Así me despedí de Camboya y pasé a Laos, a las 4000 islas.
La primera parada en Laos fue en Don Det, isla que recorrí en bici unas cuantas veces y fui en kayak por el Mekong a ver los extraños delfines del río lrrawaddy. Subí hacia el norte, despacio, parando primero en Pakse para visitar el Bolaven Plateau, sus cascadas y probar el rico café laosiano. Me dirigí en un bus hacia Thakek, como parada para explorar la cueva de Kong Lo, de 7 km de largo y rodeada de unos paisajes alucinantes, muy verdes por los sembrados de tabaco y también los bosques que crecen sobre las montañas de piedra caliza. Un bus me llevó a Vientiane y después otro a Vang Vieng, donde hice una ruta en bici para conocer los alrededores. La siguiente estación fue Nola Guesthouse, en el pueblo de Ban Na, cerca a Kasi, lugar que me cautivó y casi me captura con su encanto y su gente. Pero me escapé para disfrutar la deliciosa comida y arquitectura de Luang Prabang y desde allí salir hacia a un pueblito hermoso llamado Muang Ngoi. Después de tres días en ese paraíso al lado del río verde esmeralda, las montañas de rocas escarpadas y mucha selva cogí el barco que desde Luang Prabang me condujo en dos días a Huay Xay.
Me despedí de Laos y entré a Tailandia gracias a la visa que había sacado en Vientiane. Dormí en el pueblo fronterizo de Chiang Khong, acompañada por los amigos que hice en el barco. Un bus local lleno de tailandeses sonrientes y amables me llevó hasta Chiang Rai para encontrarme con uno de mis mejores amigos y su esposa, colombianos. Me invitaron a pasar la tarde en su hotel con una piscina infinita, un oasis en medio de este viaje, donde pasaban su luna de miel. Mientras estaba en Chiang Rai me di cuenta que estaba preparada para regresar a casa. Compré mi pasaje a Colombia lo que por primera vez le ponía un límite real a mi viaje: tres semanas más. En estas semanas fui por tercera vez (en este viaje) a Chiang Mai. Luego tomé un bus a Bangkok y continué hacia el sur, a Krabi. Fui a Railay, unas playas de color dorado en medio de montañas rocosas que se levantan imponentes sobre la arena, como los tepuyes de la Gran Sabana, en Venezuela. Es el paraíso de los escaladores, un lugar para disfrutar de la aventura, la naturaleza, atardeceres alucinantes y tranquilidad.
A los tres días de estar allí tomé un ferry hacia Ko Lanta, donde vi uno de los atardeceres más hermosos sentada sobre un acantilado con los pies colgando hacia el mar. Paradójicamente, Ko Lanta no logró cautivarme o más bien yo no me dejé cautivar, así que al día siguiente tomé la decisión de regresar a Railay, sabiendo lo que eso implicaba en términos de tiempo y dinero. Pero eran mis últimos días y la única pregunta que me hacía era: ¿cómo te sueñas los últimos días, Natalia? Entonces, me regresé. De eso se trataba este viaje, de tomar decisiones, escuchar a mi cuerpo, entender mis sensaciones y emociones. Pasé otros días entre esas montañas, escalando, haciendo yoga y disfrutando del lugar, tratando de hacer consciente todo lo que había vivido, repasar siete meses de momentos fascinantes. Los que me conocen se imaginarán mi expresión mientras recordaba esto, una sonrisa que casi se me salía de la cara, repleta de agradecimiento, felicidad y plenitud.
Las historias que tengo son increíbles, las memorias que tengo imborrables, los paisajes que habitan mi mente son alucinantes, los amigos que tengo me sacan miles de sonrisas cada vez que los recuerdo y, en cuanto a lo de estar sola, no hay una mejor amiga que yo misma. Pero eso sí, la vida es mejor si es compartida y lo más bonito e importante es el amor. El amor por uno mismo, la familia, la pareja, la vida.
Natalia Pérez, colombiana, 28 años. Administradora, consultora de empresas, apasionada por la naturaleza, por su país, los deportes, explorar, conocer nuevas culturas y aprender.